Dos lenguajes diferentes para una misma misión
por Antonio Carrascosa
Seguro que en estos dos años de
Misión Diocesana acudiremos
más de una vez al testimonio
del misionero por excelencia en los
primeros años de la Iglesia: San Pablo.
Su especial ardor, su incansable predicación, esa tenacidad a la hora de estar
presente en ambientes paganos y el indudable amor a sus comunidades serán
siempre un referente privilegiado para
la Iglesia. Gracias a sus propias cartas
y al testimonio del libro de los Hechos
de los Apóstoles podemos acercarnos
a la entraña de su actividad misionera.
En ellos resalta la impresionante versatilidad del Apóstol a la hora
de plantear sus estrategias. En efecto,
Pablo, al contrario de lo que cabría
deducir de su fuerte carácter, no fue
un hombre monolítico, de respuestas
prefabricadas y aplicadas a todos por
igual, sino que logró mostrar el rostro salvador de Cristo adaptándolo a
su auditorio. Sus escritos y discursos
están dirigidos a cristianos de muy diversas circunstancias. Unos provenientes del paganismo; otros del judaísmo.
En ocasiones habló a creyentes muy
firmes y ejemplares en su fe; pero otras
se dirigió a cristianos dubitativos y con
nostalgias de lo antiguo. Escribió a comunidades que gozaban de paz y estabilidad; también a otras en las que las
guerras internas o las persecuciones de
las autoridades civiles amenazaban el
cristianismo naciente.
Entre esos contrastes, sorprende particularmente la enorme distancia
entre el Pablo que predica a los paganos
y el que se dirige a sus propias comunidades. Encontramos dos ejemplos
muy significativos de ambas posturas:
por un lado el discurso en el Areópago
de Atenas (Hch 17, 16-33), dirigido a
paganos que adoraban varios dioses, y
en el otro extremo las amonestaciones
que hace el Apóstol a su comunidad de
Corinto (1 y 2 Cor). Atenas y Corinto pueden ser la doble imagen de un discurso eclesial que debe saber dirigirse
hacia fuera y hacia dentro, que tiene
que construir un diálogo con la cultura ajena al cristianismo y que para ello
ha de saber diferenciar su manera de
hablar.
En la conciencia de Pablo, el Dios
único que ha actuado en Jesucristo
es la única salvación posible para el
ser humano. Desde esta convicción
amonesta y condena sin paliativos la
relajación moral de los corintios, sus
divisiones, su altanería, etc. Pero a la
vez, esa misma fe le lleva a comenzar
su discurso en Atenas tendiendo la
mano, valorando la religiosidad de su
auditorio: “Atenienses, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los
más respetuosos de la divinidad” (Hch
17, 22b). Pablo ha sabido meterse de
lleno, atravesar, contemplar las estatuas de los dioses griegos —que le
provocarían poco
menos que repugnancia— antes de empezar a
hablar. El apóstol
de los gentiles
es consciente de
que necesita una
pedagogía, un
camino, un recorrido que no siempre va en esa línea
recta y sin contemplaciones que utiliza para los corintios. Para mostrar la
salvación de Cristo, la única posible,
es consciente de que los atenienses
requieren un proceso paciente en el
que no puede exigir desde el primer
momento la confesión que exige para
los creyentes de sus comunidades. Ese
camino necesita un punto de partida
aceptable por su auditorio, un lugar de
encuentro y de diálogo, de escucha y
de propuesta. Estamos ante la pedagogía del auténtico misionero, lo que lo
diferencia de ese integrista religioso, tan peligroso como estéril de cara a la
evangelización.
En una genialidad sin precedentes Pablo va a encontrar ese punto de encuentro: el monumento al Dios desconocido, “aquel que adoráis sin conocer” (Hch 17, 23). Desde ese cruce de
caminos elabora todo su discurso en
el que invita a profundizar sobre lo divino y su relación con el hombre. No
viene de más caer en la cuenta que bajo
ningún concepto aceptaría Pablo que
un cristiano de Corinto o de cualquiera de sus comunidades adorase a Dios
en un altar pagano, ni siquiera en el del
“Dios desconocido”. ¿Supone ello una
contradicción o una estrategia mentirosa por parte de Pablo? Ni mucho menos. Son propuestas diferenciadas que
brotan de una misma fe, pero que invitan a la conversión teniendo en cuenta
a quién van dirigidas.
Si la Iglesia quiere ser misionera, y la nuestra ciertamente se la ha propuesto como objetivo de estos dos
años, no le queda otro camino que
aprender de Pablo a construir lenguajes y actitudes capaces de llegar al
mundo ajeno a nuestra fe. Eso supone,
como bien sabía el Apóstol, conocer y
valorar profundamente muchos elementos de nuestra cultura ante los que
demasiadas veces nos salen palabras de
condena. Nos toca sondear puntos de
encuentro, de diálogo, de colaboración
y profundización que hasta ahora nos
han podido parecer inaceptables. Y en
esos cruces de caminos, en esos “dioses desconocidos” que tienen hombres y mujeres ajenos a nuestra fe, hacer dos
cosas. La primera, escuchar con hondura y humildad. Y sólo así, poder hacer la segunda: exponer nuestra fe con
valentía Desde luego, siempre será más cómodo hablar como hemos hablado
siempre y lanzar ese discurso a los cuatro vientos. Pero eso no es misión. La
misión supone el riesgo de adentrar- nos en lo desconocido y hablar con un
lenguaje y con unas propuestas coherentes en ese terreno. ¿Seremos tan valientes como Pablo para hacerlo?