domingo, 30 de abril de 2017

La palabra de... Mons. Ciriaco Benavente

De un camino hacia la noche a un camino hacia la luz
Hay caminos y caminos: el de Damasco en que Pablo es derribado de su fanatismo; el de Corinto, una Iglesia que se abre a los gentiles; el de Emaús.
Lo de Emaús puede suceder cualquier día, en la vida de cualquiera: Un fracaso, una esperanza rota, un problema sin salida. Ellos pudieran ser dos de nosotros, dos obreros o dos profesores, un matrimonio en crisis o dos curas desanimados... Caminan sombríos, cariacontecidos, rumiando la amargura de su pena, han tirado la toalla y se marchan.
“Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, y conversaban sobre todo lo que había pasado". Encontrarse con Jesús había sido para los discípulos como estrenar una ilusión. Pero ahora, tras el fracaso del Viernes Santo, todo se ha venido al suelo. Ha sido un golpe tan fuerte que, en este atardecer, la desesperanza y el desencanto total les roen el alma. Les gustaría olvidar, pero no logran quitar de la cabeza y del corazón el recuerdo de Jesús. Había sido una experiencia tan honda, tan inolvidable... Por eso, tras cada silencio, vuelven a preguntarse, una y otra vez, por lo sucedido.
¿Quién no conoce el camino de Emaús? Son todos los caminos por los que intentamos escapar de nuestros problemas y de nuestras cruces. Son nuestros sueños fracasados y nuestras ilusiones rotas, nuestros globos pinchados. O pueden ser las mil formas de evasión que nos creamos para escapar de una realidad que se nos hace insoportable.
"Nosotros esperábamos...". Los jóvenes de mayo del 68, que gritaban aquello de "la imaginación al poder", esperaban que viniera un mundo nuevo y distinto. Muchos cristianos esperábamos que tras el Concilio surgiera una Iglesia vigorosa y rejuvenecida. Y soñábamos los españoles, a mediados de los años setenta, que con la democracia vendría una sociedad más justa, más libre, más participativa. Triunfalistas, como los de Emaús, esperábamos seguramente una salvación sin esfuerzo y sin sacrifico, algo así como un desfile de victoria, pero sin combate ni batalla previos.
No es que uno se niegue a reconocer que ha habido importantes avances en la sociedad, pero también hay que reconocer que la corrupción, el paro, el terrorismo, la droga, el deterioro ético... se han encargado de pinchar muchos globos de colores y de extender una epidemia global de desencanto. Y algo parecido nos ha pasado en la Iglesia: A la euforia conciliar ha sucedido un invierno de indiferencia creciente; tras los sueños de renovación nos encontramos con demasiada vejez y poca juventud.

La desesperanza ha llegado hasta el corazón de las personas, ha infectado gravemente ese recinto de ilusión que es la familia. ¡Con qué facilidad se pasa de la luna de miel a la luna de hiel! ¡Hay tanta gente que cada día tira la toalla y emprende su particular camino de Emaús...! Si, al menos, aceptáramos la  compañía de Jesús. Porque es bueno, en estas situaciones, dejar que el Señor entre en nuestra vida.
Jesús en persona, como un desconocido, salió a su encuentro y se puso a caminar con ellos. Se interesó por su dolor, les habló con cariño, les echó en cara su torpeza para en- tender las Escrituras, su lectura reduccionista de la realidad. Pero ellos no acababan de entender que en la vida hay que contar con la cruz, que nada grande y hermoso en que ande por medio el amor se logra sin una dosis importante de entrega y de pasión, que el sufrimiento ayuda a madurar y a crecer, que la cruz puede ser cruz redentora.
"Unas mujeres vinieron esta mañana ha- blando de ángeles y de apariciones...". ¡Delirios de mujeres, pensaban. Había que ser realistas y atenerse a los hechos...! Además de machistas son reduccionistas. El reduccionista, que no tiene en cuentan la totalidad de lo real, acaba siendo un triunfalista frustrado.
El misterioso caminante, compañero de camino, les iba como quitando una venda de los ojos, les iba caldeando el corazón. "¿No ardía nuestro corazón mientas nos hablaba por el camino y nos explicaba las escrituras?", comentarían más tarde.
Al llegar a la aldea, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le insistieron, casi le forzaron: “Quédate con nosotros, porque el día ya va de caída”. En el fondo sentían que le necesitaban. Y se quedó a cenar con ellos.
"Sentado a la mesa tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio". Fue como una Eucaristía; el signo inequívoco de su presencia viviente y el memorial inequívoco de su amor entregado. "Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista". Los que habían visto sin conocer, ahora conocen sin ver.
La tristeza se tornó alegría. Y entonces mismo, en plena noche, se pusieron a desandar el camino para volver a Jerusalén, para compartir con los hermanos el gozo de un encuentro que había obrado el milagro. La presencia de Jesús y su catequesis, ayudando a incorporar la cruz como parte integrante para entender la totalidad de lo real, convirtió, lo que era un camino hacia la noche —Emaús—, en un camino hacia al alba —Jerusalén—.
En una sociedad hedonista como la nuestra, donde no se nos enseña la sabiduría de la cruz, del sacrificio o del sufrimiento, van a ser cada día más los caminantes de la desilusión. El Resucitado está siempre dispuesto a hacerse compañero de camino. Y, por supuesto, cada domingo podemos volver a encontrarlo en la "fracción del pan"