Hay caminos y caminos: el de Damasco
en que Pablo es derribado de su fanatismo; el de Corinto, una Iglesia que se abre a los gentiles; el de Emaús.
Lo de Emaús puede suceder cualquier día, en la vida de cualquiera: Un fracaso, una esperanza rota, un problema sin salida. Ellos
pudieran ser dos de nosotros, dos obreros o
dos profesores, un matrimonio en crisis o dos
curas desanimados... Caminan sombríos, cariacontecidos, rumiando la amargura de su
pena, han tirado la toalla y se marchan.
“Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, y conversaban sobre todo
lo que había pasado". Encontrarse con Jesús
había sido para los discípulos como estrenar
una ilusión. Pero ahora, tras el fracaso del
Viernes Santo, todo se ha venido al suelo. Ha
sido un golpe tan fuerte que, en este atardecer,
la desesperanza y el desencanto total les roen
el alma. Les gustaría olvidar, pero no logran
quitar de la cabeza y del corazón el recuerdo
de Jesús. Había sido una experiencia tan honda, tan inolvidable... Por eso, tras cada silencio, vuelven a preguntarse, una y otra vez, por
lo sucedido.
¿Quién no conoce el camino de Emaús? Son todos los caminos por los que intentamos escapar de nuestros problemas y de nuestras cruces. Son nuestros sueños fracasados y
nuestras ilusiones rotas, nuestros globos pinchados. O pueden ser las mil formas de evasión que nos creamos para escapar de una realidad que se nos hace insoportable.
"Nosotros esperábamos...". Los jóvenes de mayo del 68, que gritaban aquello de "la imaginación al poder", esperaban que viniera un
mundo nuevo y distinto. Muchos cristianos
esperábamos que tras el Concilio surgiera una
Iglesia vigorosa y rejuvenecida. Y soñábamos
los españoles, a mediados de los años setenta,
que con la democracia vendría una sociedad
más justa, más libre, más participativa. Triunfalistas, como los de Emaús, esperábamos seguramente una salvación sin esfuerzo y sin
sacrifico, algo así como un desfile de victoria,
pero sin combate ni batalla previos.
No es que uno se niegue a reconocer que ha habido importantes avances en la sociedad, pero también hay que reconocer que la
corrupción, el paro, el terrorismo, la droga, el
deterioro ético... se han encargado de pinchar
muchos globos de colores y de extender una
epidemia global de desencanto. Y algo parecido nos ha pasado en la Iglesia: A la euforia
conciliar ha sucedido un invierno de indiferencia creciente; tras los sueños de renovación
nos encontramos con demasiada vejez y poca
juventud.
La desesperanza ha llegado hasta el corazón de las personas, ha infectado gravemente
ese recinto de ilusión que es la familia. ¡Con
qué facilidad se pasa de la luna de miel a la
luna de hiel! ¡Hay tanta gente que cada día
tira la toalla y emprende su particular camino de Emaús...! Si, al menos, aceptáramos la compañía de Jesús. Porque es bueno, en estas
situaciones, dejar que el Señor entre en nuestra vida.
Jesús en persona, como un desconocido,
salió a su encuentro y se puso a caminar con
ellos. Se interesó por su dolor, les habló con
cariño, les echó en cara su torpeza para en- tender las Escrituras, su lectura reduccionista de la realidad. Pero ellos no acababan de
entender que en la vida hay que contar con
la cruz, que nada grande y hermoso en que
ande por medio el amor se logra sin una dosis
importante de entrega y de pasión, que el sufrimiento ayuda a madurar y a crecer, que la
cruz puede ser cruz redentora.
"Unas mujeres vinieron esta mañana ha- blando de ángeles y de apariciones...". ¡Delirios de mujeres, pensaban. Había que ser realistas
y atenerse a los hechos...! Además de machistas son reduccionistas. El reduccionista, que
no tiene en cuentan la totalidad de lo real,
acaba siendo un triunfalista frustrado.
El misterioso caminante, compañero de camino, les iba como quitando una venda de
los ojos, les iba caldeando el corazón. "¿No ardía nuestro corazón mientas nos hablaba
por el camino y nos explicaba las escrituras?", comentarían más tarde.
Al llegar a la aldea, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le insistieron, casi le forzaron: “Quédate con nosotros, porque el día ya va
de caída”. En el fondo sentían que le necesitaban. Y se
quedó a cenar con ellos.
"Sentado a la mesa tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio".
Fue como una Eucaristía; el signo inequívoco de su presencia viviente y el memorial inequívoco de su amor entregado. "Entonces se
les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él
desapareció de su vista". Los que habían visto sin conocer, ahora conocen sin ver.
La tristeza se tornó alegría. Y entonces mismo, en plena noche, se pusieron a desandar el
camino para volver a Jerusalén, para compartir con los hermanos el gozo de un encuentro
que había obrado el milagro. La presencia de
Jesús y su catequesis, ayudando a incorporar
la cruz como parte integrante para entender
la totalidad de lo real, convirtió, lo que era un
camino hacia la noche —Emaús—, en un camino hacia al alba —Jerusalén—.
En una sociedad hedonista como la nuestra, donde no se nos enseña la sabiduría de la
cruz, del sacrificio o del sufrimiento, van a ser
cada día más los caminantes de la desilusión.
El Resucitado está siempre dispuesto a hacerse compañero de camino. Y, por supuesto,
cada domingo podemos volver a encontrarlo
en la "fracción del pan"