En el momento crucial de la Pasión, cuando el desmoronamiento de los Doce llega a la traición (Judas), la negación (Pedro) y el abandono generalizado, Marcos repite por
tres veces la presencia de unas mujeres junto a la cruz (Mc 15, 40-41), en
la sepultura cuando lo entierra José de
Arimatea (Mc 15, 45-47) y ante la tumba vacía y el desconcierto inicial que
supone aquella oquedad desierta (Mc
16,1-8) Es una reiteración demasiado
evidente como para ser casual o meramente narrativa. Delata esta insistencia
una convicción: en el desenlace de la
vida, muerte y resurrección de Jesús,
fueron aquellas mujeres las que estuvieron con él y, por ello, son las testigos
privilegiadas de su verdadero significado.
Marcos nos da sus nombres: María
Magdalena, María de Santiago y Salomé. Es más, en el primer cuadro de este
tríptico de la perseverancia, en el calvario, el evangelista añade que un grupo
de mujeres, entre las que estaban las
mencionadas, «cuando estaba en Galilea, lo seguían y servían; y otras muchas
que habían subido con él a Jerusalén».
Luego, ya venían con Jesús y lo habían
acompañado en su misión primera.
Esta presencia es claramente la propia
de las discípulas, pues lo siguen —van
«detrás» de Jesús— y le sirven, colaboran activamente, participan, no son
meras espectadoras. Todavía más, estas
discípulas, que junto a los Doce y otros
seguidores, forman la nueva «familia»
de Jesús y, en cuanto comunidad de
los que acogen y viven la palabra, son
primicia del Reino, pasan a ser, en palabras de Xabier Pikaza: «culminación
del discipulado», pues frente al desinfle de los Doce, han llegado a la última
etapa. Las que estaban de pie junto a la
cruz, además del cálido y justo acompañamiento del que sufre, son también
las únicas que luego podrán darle a la
resurrección su verdadero alcance.
Además de ese camino recorrido, o
precisamente porque lo han recorrido
con una percepción más profunda y realista de lo que Jesús les proponía y del
sentido auténtico de su misión, estas
mujeres añaden a su fidelidad y generosidad una cualidad que les faltó a sus
compañeros varones. Los apóstoles,
en el relato de Marcos, tienen un inicio admirable, con una respuesta a la
llamada de Jesús que sorprende por
su determinación y desprendimiento: «dejando a su padre y las redes,
le siguieron» Y, sin embargo, los
reparos que los mismos apóstoles
van presentando ante la creciente complicación y entrega con las que
Jesús afronta su misión, indican que no
habían compartido todavía sus verdaderas motivaciones, su identidad con
el Padre y su confianza de Hijo que se
abandona a sus manos creadoras. Esta
falta de «empatía», como hoy llaman a
la compasión y la complicidad, no se
da en las mujeres, al menos, nunca se
las cita como parte de la decepción de
Jesús con sus discípulos y, por el contrario, se constata por tres veces que están
junto a Jesús, siguen en el camino, miran lo que ocurren, acuden hasta donde
parece que todo ha terminado (la tumba) y acogen el anuncio que habrán de
madurar, a pesar de su miedo inicial.
De este modo, aquellas tres mujeres y las otras que no se nombran, completan el verdadero itinerario del discipulado de Jesús. Además de responder
con decisión a su llamada y de seguirle
en su misión evangelizadora, los discípulos y discípulas de Jesús, para no interrumpir a medio y truncar su iniciación misionera, tendrán que descubrir
la cruz, presentir el silencio de Dios y
barajar cómo asumir que esa tumba
está vacía, que al que enterraron en ella,
espera en Galilea. La resurrección de
Jesús en Marcos, al menos en su primer
final (Mc 16,1-8), no es una imposición
apabullante de vida y triunfo, sino una
reedición de la llamada que espera una
respuesta para desplegar toda su fuerza
y vitalidad.
Merece la pena, aunque ahora sepamos que tras la perplejidad del primer
momento, las mujeres de la mañana de
Pascua transmitieron el mensaje esperanzador de la resurrección de Jesucristo, pararse a valorar quién puede
remover la pesada piedra de la duda y
el pesimismo, e incluso, ya descubierta
la tumba vacía, sigue siendo pertinente sopesar qué supone la vida resucitada de Cristo, a qué nos llama, cómo
seguirle. Sí, la vuelta a Galilea significa
que ser discípulos del Señor exige sentir continuamente la
llamada y renovar todos los
días la respuesta.