Dicen los corredores de maratón que lo más duro llega en torno al
kilómetro 30 de la carrera, cuando se topan con un “gran muro” de cansancio
físico y mental que parece insuperable. El glucógeno —la gasolina de los
músculos— empieza a escasear, las piernas se vuelven pesadas. Muchos corredores
no pueden superar este “muro” y toman la dolorosa decisión de abandonar. El
maratón del seguimiento de Jesús se topa también con ese “muro del kilómetro
30” que llega con el tiempo: el cansancio de una vida evangélica mediocre y sin
ilusión; la tentación de vivir con los criterios del mundo y no con los del
evangelio; el dolor por una Iglesia que no termina de ser una comunidad de
hermanos, sino de intereses y envidias; un mundo que se resiste al anuncio de
Jesús y se aleja cada vez más de él; la tristeza de ver cómo muchos discípulos
abandonan la vida de la comunidad sin mucho trauma.
Lucas parece haber escrito pensando en cristianos derrotados del
kilómetro 30. Incluso le pone un nombre: Teófilo. A él le dedica el solemne
prólogo con el que empieza su relato: “Ya que muchos han intentado narrar
ordenadamente los hechos que se han verificado entre nosotros, tal y como nos
los han transmitido los que primero fueron testigos oculares y servidores de la
Palabra, yo también, después de comprobarlo todo cuidadosamente desde sus
orígenes, he decidido, ilustre Teófilo, contártelo todo por su orden para que
comprendas la solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lc 1,1-4).
Algunos antropólogos han propuesto que la especie humana actual no
debería llamarse “Homo sapiens” —el “hombre sabio”—, sino “Homo narrans”, el
“hombre que cuenta historias”. El ser humano cuenta historias y se deja
cautivar por historias a lo largo de toda su vida, desde el niño pequeño que
cuenta en casa lo que ha hecho en la “guarde” hasta el abuelo que cuenta
historias de la mili.
El evangelio de Lucas está lleno de grandes narradores. El ángel le
cuenta a María cómo será el nacimiento de su Hijo (Lc 1,35-37). La gente de la
montaña de Judea cuenta lo que se decía sobre Juan (Lc 1,65). Los pastores
cuentan lo que se decía del Niño, y María guarda ese relato en su corazón (Lc
2,17-19). En la sobremesa de una comida o de camino hacia Jerusalén, Jesús
cuenta las tres grandes parábolas narrativas de la misericordia: el hijo
pródigo (Lc 15,11-32), el buen samaritano (Lc 10,25-37) y el pobre Lázaro (Lc
16,19-31). Por el camino a Emaús, dos discípulos —Cleofás y otro— le cuentan a
Jesús disfrazado lo que había pasado en Jerusalén (Lc 24,19-24). Jesús en
persona, después de resucitar, cuenta a los discípulos lo que se refiere a él
en la Escritura (Lc 24,27.44-47).
No basta con tener una buena historia: hace falta saber contarla bien.
El mejor de los chistes se destroza si no se cuenta con gracia. Los cristianos
de hoy tenemos la mejor de las historias, ¡pero nos falta gracia para contarla!
Para evangelizar, no basta con tener doctrina sana y contenidos sólidos, sino
saber narrar bien “los hechos que se han verificado entre nosotros” y “lo que
se refiere a Jesús de Nazaret” a los Teófilos y a los Cleofás de hoy, cansados
discípulos del kilómetro 30.