sábado, 29 de diciembre de 2018

3º Domingo de Adviento por José Alberto Garijo

HISTORIAS PARA TEÓFILOS DEL KILÒMETRO 30

 
Dicen los corredores de maratón que lo más duro llega en torno al kilómetro 30 de la carrera, cuando se topan con un “gran muro” de cansancio físico y mental que parece insuperable. El glucógeno —la gasolina de los músculos— empieza a escasear, las piernas se vuelven pesadas. Muchos corredores no pueden superar este “muro” y toman la dolorosa decisión de abandonar. El maratón del seguimiento de Jesús se topa también con ese “muro del kilómetro 30” que llega con el tiempo: el cansancio de una vida evangélica mediocre y sin ilusión; la tentación de vivir con los criterios del mundo y no con los del evangelio; el dolor por una Iglesia que no termina de ser una comunidad de hermanos, sino de intereses y envidias; un mundo que se resiste al anuncio de Jesús y se aleja cada vez más de él; la tristeza de ver cómo muchos discípulos abandonan la vida de la comunidad sin mucho trauma.

Lucas parece haber escrito pensando en cristianos derrotados del kilómetro 30. Incluso le pone un nombre: Teófilo. A él le dedica el solemne prólogo con el que empieza su relato: “Ya que muchos han intentado narrar ordenadamente los hechos que se han verificado entre nosotros, tal y como nos los han transmitido los que primero fueron testigos oculares y servidores de la Palabra, yo también, después de comprobarlo todo cuidadosamente desde sus orígenes, he decidido, ilustre Teófilo, contártelo todo por su orden para que comprendas la solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lc 1,1-4).

Algunos antropólogos han propuesto que la especie humana actual no debería llamarse “Homo sapiens” —el “hombre sabio”—, sino “Homo narrans”, el “hombre que cuenta historias”. El ser humano cuenta historias y se deja cautivar por historias a lo largo de toda su vida, desde el niño pequeño que cuenta en casa lo que ha hecho en la “guarde” hasta el abuelo que cuenta historias de la mili.

El evangelio de Lucas está lleno de grandes narradores. El ángel le cuenta a María cómo será el nacimiento de su Hijo (Lc 1,35-37). La gente de la montaña de Judea cuenta lo que se decía sobre Juan (Lc 1,65). Los pastores cuentan lo que se decía del Niño, y María guarda ese relato en su corazón (Lc 2,17-19). En la sobremesa de una comida o de camino hacia Jerusalén, Jesús cuenta las tres grandes parábolas narrativas de la misericordia: el hijo pródigo (Lc 15,11-32), el buen samaritano (Lc 10,25-37) y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31). Por el camino a Emaús, dos discípulos —Cleofás y otro— le cuentan a Jesús disfrazado lo que había pasado en Jerusalén (Lc 24,19-24). Jesús en persona, después de resucitar, cuenta a los discípulos lo que se refiere a él en la Escritura (Lc 24,27.44-47).

No basta con tener una buena historia: hace falta saber contarla bien. El mejor de los chistes se destroza si no se cuenta con gracia. Los cristianos de hoy tenemos la mejor de las historias, ¡pero nos falta gracia para contarla! Para evangelizar, no basta con tener doctrina sana y contenidos sólidos, sino saber narrar bien “los hechos que se han verificado entre nosotros” y “lo que se refiere a Jesús de Nazaret” a los Teófilos y a los Cleofás de hoy, cansados discípulos del kilómetro 30.