Fuente de corresponsabilidad eclesial y de dinamismo apostólico
El ciclo litúrgico de la Navidad se cierra
con la fiesta del Bautismo de Jesús en
el río Jordán. Quien no conoció el pecado quiso ponerse, solidario con la humanidad pecadora, en la fila de los pecadores. Los
textos de la celebración resaltan con tinta roja
la relación filial de Jesús con el Padre, la naturaleza de su ministerio mesiánico de amor
y de servicio, su vocación profética a ser luz
para todos los pueblos. Es una buena ocasión
para ofreceros otra vez unas reflexiones sobre
nuestro bautismo.
En las últimas décadas el redescubrimiento del bautismo ha enriquecido a muchos
cristianos hasta convertirse en la fuente en la
que descubren su corresponsabilidad eclesial
y de la que beben su dinamismo apostólico.
Pero no siempre es así. En cualquier despacho
parroquial se constatan diariamente posturas
bien diversas:
- Padres bautizados que ya no bautizan a sus hijos.
- Padres que quieren bautizarlos, pero que no aceptan una preparación o lo hacen a regañadientes, dejando luego, al no practicar ellos, que se seque la semilla de vida nueva que el bautismo siembra en sus pequeños.
- No faltan los que piden el bautismo para sus hijos a la hora de la primera comunión, porque lo pide el niño o en función del acto social que la misma comporta.
En los primeros tiempos de la Iglesia, el bautismo se administraba, por lo general, a
personas adultas,
capaces de entender y vivir
lo que celebraban. Venía precedido de un largo e intenso catecumenado. Era celebrado con
la participación de toda la comunidad en la
noche de Pascua. El bautizado ingresaba así
en la nueva vida del Resucitado, en la familia
de Dios, y toda la comunidad acogía festivamente a los nuevos hermanos en la fe. La espiritualidad bautismal configuraba toda la vida
de la Iglesia. El bautismo era sentido y vivido
no sólo como un acto puntual, sino como un
estado de vida. Más tarde, como consecuencia de que muchos niños nacían ya de padres
cristianos, las cosas fueron cambiando, hasta
generalizarse
el bautismo al
inicio mismo
de la vida.
Pero no basta para ser cristiano haber sido bautizado de niño. El bautismo marca el inicio
de un proceso llamado a florecer en cristianos
maduros. Ello reclama clima, atención y cuidado.
El bautismo de niños acentúa la gratuidad del amor de Dios Padre, que también se
adelanta esperando nuestra respuesta libre y
responsable. Sin la colaboración de los padres,
de los padrinos y de la comunidad, el nuevo
bautizado acabará engrosando la lista de los
cristianos puramente nominales, tan abundantes en nuestra Iglesia, pero nunca sabrá de
la alegría de la fe y del aporte que supone a
la hora de iluminar y orientar el sentido de la
existencia humana.
Nuestra Iglesia quiere acoger a todos, pero nada hace sufrir tanto a los pastores como
ver el sacramento reducido a un puro rito de
convencionalismo social. Nos duele porque es
maltratar el sacramento y engañar al que lo
recibe.
Una buena y fructuosa administración del bautismo empieza por la preparación de
los padres, por una coherente elección de los
padrinos, por una bella, alegre, significativa y
cuidada celebración litúrgica. A ello ha de seguir un clima familiar creyente en que el bautizado, a la vez que aprende a decir "padre y
madre" aprende a hablar con Dios como Padre
y a descubrir a los demás como hermanos en
la Iglesia, madre y hogar de la familia cristiana. Así se sentirá prolongador de la misión de
Cristo en la Iglesia y en el mundo.