Hay quienes piensan que el cristiano
está llamado a vivir casi exclusivamente renunciando y sacrificándose, a ser más infeliz que los demás. La cultura moderna alberga, desde los últimos siglos, la sospecha de que Dios es enemigo de la felicidad
humana. Seguramente no supimos presentar
el Evangelio como lo que es: como Buena Noticia. Qué triste que se haya presentado así el
seguimiento de Jesús. No es extraño que resulte poco atractivo un Dios que hace la vida más
difícil de lo que ya es.
Tendremos que volver a descubrir que el
Dios de Jesús es siempre gracia liberadora,
fuente de paz y de sentido, fuerza y alegría
para vivir. Y, así, pasar por la vida como gracia
para los desgraciados. Lo que mejor proclama
la gloria de Dios es un hombre dichoso y liberado: “Gloria Dei homo vivens”, decía san Ireneo. Las bienaventuranzas, que escuchamos
este domingo, son una propuesta de felicidad
distinta de la que nosotros solemos construirnos, pero una propuesta real de felicidad.
Tanto Séneca como San Agustín constataban que todos los hombres buscamos la felicidad. Al menos en eso, que no es poco, parece
que estamos todos de acuerdo. El desacuerdo
surge cuando intentamos definir su contenido. Lo pone en evidencia el hecho de que empleemos tantas palabras: fortuna, dicha, suerte, satisfacción, calidad de vida...
Hay incluso quienes afirman que la felicidad no existe. Y es que, nada más alcanzar
algo deseado, empieza a gestarse en nosotros
la insatisfacción. La vida siempre pide más.
Damos por supuesto que teniendo cosas (dinero, éxito, todo lo que llena un deseo inmediato) seremos felices; son nuestras bienaventuranzas. Pero sólo logramos lo que hemos
buscado. Cuanto más necesitamos para ser felices, tanto más amenazada está la felicidad; y
una felicidad amenazada no es felicidad, sino
desasosiego. Quizá por eso tantos viven entre
la excitación y el hundimiento, entre la euforia
y la depresión. Hay quienes, no careciendo de
nada, son profundamente infelices, viven en
"la melancolía de la satisfacción" (Bloch).