Con nuestro lenguaje podemos
cambiar la realidad. Si soy un
juez y digo “culpable”, le cambio la vida a una familia entera durante
veinte años; si soy un árbitro de fútbol y digo “penalti”, “fuera de juego”
o “tarjeta roja”, soy capaz de cambiar
en un segundo el resultado del marcador del partido. Si hablo con un niño
y le digo con cariño “tú vales mucho y
podrás alcanzar lo que te propongas”,
el impacto sobre su personalidad será
muy diferente a si le digo con desprecio “eres un vago y nunca conseguirás
nada en la vida”. Como dice la Carta de
Santiago, "la lengua es algo pequeño,
pero puede mucho”, “con ella bendecimos a nuestro Señor y Padre y con ella
maldecimos a los hombres, hechos a
imagen de Dios".
Piénsalo por un instante: somos el resultado de las conversaciones que
hemos mantenido con otras personas
o con nosotros mismos a lo largo de
los años, seas consciente de ello o no.
Es más: ese familiar de la infancia que
hoy recuerdas con cariño, ese maestro
que de vez en cuando traes a la memoria por la influencia que tuvo en ti,
ese amigo, ese compañero de trabajo o
ese vecino que no has podido olvidar a
pesar del tiempo transcurrido... seguramente siguen en tu corazón porque
con sus palabras, un día, te hicieron
sentir especial.
Hace poco aprendí una palabra nueva: “infoxicación”. Medios de comunicación, redes sociales o publicidad nos
transmiten mensajes constantemente,
la mayor parte de las veces inútiles,
incorrectos o parciales, hasta el punto
de generarnos agobio, parálisis y hasta desconcierto. No elegimos, sino que
nos tragamos toda esa información sin
conciencia y priorizando cantidad sobre calidad, dividiendo la atención en
varias tareas en lugar de focalizarnos
en una. Te pondré un ejemplo: imagina
que están oyendo cinco canciones a la
vez, todas al mismo volumen. ¿Serías
capaz de procesarlas, de distinguirlas o
de disfrutarlas? ¿Y si en vez de cinco
fueran cien? ¿Cómo te sentirías? Añade a esto cuántos de esos mensajes se
refieren a crímenes espantosos o a predicciones nada halagüeñas sobre el futuro inmediato. ¿Qué efecto crees que
está teniendo semejante bombardeo en
nuestra sociedad? ¿Y en ti?
Y, de repente, se escucha una voz distinta, una voz que nos habla de amor hacia nosotros mismos y hacia
nuestros semejantes, de esperanza en
que lo mejor está por llegar, de confianza en que tenemos abiertas ante
nosotros todas las posibilidades de hacer del metro cuadrado en el que nos
ha tocado vivir un lugar más pleno y
más bello. Esa voz puede ser la tuya.
No es preciso que inventes nada: basta con que te inspires en el Evangelio,
donde siempre hallarás a Jesús de parte de quienes más sufren, convertido
en el potente altavoz de los que no tiene voz.
Somos más poderosos de lo que creemos. Se da la paradoja de que esta
sociedad “infoxicada” nos permite, a la vez, posibilidades insospechadas de hacer que nuestra
voz se escuche en segundos en el mundo entero con sólo subir
un vídeo a internet, de conseguir miles de firmas para generar un cambio
significativo con sólo poner en marcha
una iniciativa que puede hacerse global de manera prácticamente instantánea o de desenmascarar las prácticas
poco éticas de una empresa con sólo
exponer nuestra opinión en el foro
adecuado.
De igual modo, acaso nos toque actuar de manera menos significativa
pero igualmente poderosa, como cada
vez que inspiras consuelo o motivación
con sólo pronunciar la palabra adecuada en el momento oportuno.
De San Francisco “el hermano Universal” he aprendido algo tan hermoso como radical: “he aprendido que
son los detalles cotidianos, los gestos
de la gente corriente, los que mantiene el mal a raya: los actos sencillos de
amor, la fraternidad, la familiaridad, la
sencillez, la naturalidad, la cercanía, la
transparencia. Lo que te propongo es
que esos actos comiencen con tus palabras, con las que dices y con las que
callas, con las que gritas y con las que
susurras, con las que, en definitiva,
construyes tu realidad y la de quienes
te rodean. Puedes escoger bendecir o
maldecir, alabar o denostar, animar o
desmotivar. Pero nunca olvides lo que
el propio Jesús dijo una vez: “de toda
palabra ociosa que hables darás cuenta
en el día del juicio” (Mt 12, 26).