Resistir a la tentación
Cada año, en el primer domingo de
Cuaresma, escuchamos el episodio de
las tentaciones de Jesús en el desierto.
Pero ¿tiene sentido todavía la Cuaresma? ¿Se
puede seguir hablando de tentaciones y pecados? ¿Se puede seguir confiando y poniendo el
sentido de la vida en un crucificado?
“Queramos reconocerlo o no, la tentación
la experimenta todo hombre Y quien dice que
no padece tentaciones es que no ha traspasado el umbral del instinto; no se ha reconocido
como sujeto de una libertad ni destinatario
de una misión; no ha conocido a Dios” (G. de
Cardedal).
¿Qué es la tentación? Puede ser útil ayudarnos de la primera lectura que nos ofrece
la liturgia de este domingo. En ese texto (Gn
3, 1-7) encontramos la mítica narración de
la serpiente que tienta a Eva. Seguro que el
autor, al elegir la serpiente como símbolo de
la tentación, tenía en mente la imagen de la
peligrosísima víbora palestinense. Es un animal de apariencia inofensiva; sus dimensiones no parecen justificar su peligrosidad. No
mete ruido, aparentemente no es agresiva, se
confunde con el color del terreno, pero mata.
Dice el texto que “era más astuta que las demás bestias del campo”. La tentación vive de su
ambigüedad radical.
El evangelista, con una finalidad catequética, ha concentrado las tentaciones de Jesús
en una narración ordenada. Se sitúan, como
las tentaciones de Israel, en el desierto, ese
lugar en que el hombre experimenta su menesterosidad, no puede acudir a escapatorias
y distracciones, tiene que enfrentarse consigo mismo, con su verdad más honda, con su
identidad y su misión.
Las tentaciones nos hablan de la verdad de
la encarnación del Hijo de Dios. Seguramente
le acompañaron a Jesús a lo largo de todo su
ministerio, hasta la cruz. Debieron de manifestarse con una fuerza especial en los momentos
en que se endurecía contra él la oposición y se
hacía su misión tan dura que pareciera estar
abocada al fracaso.
El Tentador, apelando a la condición de Hijo de Dios y a su poder mesiánico, le sugiere
la posibilidad de tomar un camino que le haría más fácil su tarea y más exitosa su sagrada
misión. Imaginemos a Jesús, en medio de un
pueblo hambriento, convirtiendo las piedras
en pan o lanzándose desde el pináculo del
templo y descendiendo mansamente a la vista
del pueblo y de los sumos sacerdotes. Todos
habrían caído rendidos a sus pies, todo habría
sido como un desfile de victoria. Pero Jesús lo
rechaza apelando a la Palabra de Dios.
De haber secundado las propuestas del Tentador, es decir, vendiendo su alma al diablo, habríamos visto lo que se puede lograr
con la armas del poder, pero ¿nos habría revelado el amor del Dios compasivo y misericordioso, que no humilla al hombre desde arriba,
sino que lo levanta desde abajo? Sólo redime
el que comparte y compadece con la persona
amada. Sólo el amor posibilita alcanzar una
libertad liberada.
En el diálogo que el Gran Inquisidor de la novela de Dostoievski mantiene con Jesús durante la noche, en un calabozo de Sevilla, donde éste ha sido encerrado, se encuentra una
muy sugerente interpretación de las tentaciones. El Gran Inquisidor le recrimina a Jesús
que no hiciera caso al Tentador; pues él sí que
conocía bien a los hombres y, por eso, sabía
manejarlos con tanta eficacia. Los hombres, le
viene a decir, aunque parecen buscarla, a nada
temen tanto como a la libertad; están dispuestos sacrificarla por un poco de pan, de placer,
de poder, de éxito o de seguridad. Tú, en cambio, le sigue diciendo, ofrecías una libertad
tan especial que así acabaste, sin poder y sin
éxito, en el estrepitoso fracaso de la cruz.
Las épocas de grande mutaciones culturales suelen ser épocas propicias para que al creyente y a la Iglesia le salten sutiles tentaciones
sobre su identidad y su misión. No es fácil, en
el contexto cultural actual, resistirse a la tentación de la plausibilidad, de lo fácil, de lo que se
lleva o se nos vende, sobre todo cuando lleva
la marca de progresía.
A las tentaciones de Jesús, salvadas las distancias, ha de enfrentarse la Iglesia en cada
nuevo recodo de la historia. Y a ellas tiene
que enfrentarse cada cristiano hoy. Un buen
momento de discernimiento puede ser esta
Cuaresma.
La Iglesia nos sigue invitando al desierto de la cuarentena como lugar de
purificación de encuentro. Allí empezó
Jesús a librar su batalla a solas, sin seguridades en que apoyarse, desgastado
por el hambre y por la sed, sostenido
sólo por la Palabra de Dios.
Y junto al desierto, recordemos los otros signos cuaresmales: el ayuno, la oración y la limosna. A algunos pueden resultarle anacrónicos,
pero habrá que descubrir su significado hoy.
En alguna ocasión me he permitido algunas
sugerencias: ¿No estaría bien ayunar para empezar a vivir la comunicación de bienes con
los que ayunan forzosamente cada día? ¿No
estaría bien hacer abstinencia de algunas horas de televisión o del móvil para mirar a los
ojos a los de casa, para comunicarnos más en
familia, para comentar juntos un libro o una
película, para hacer un rato de oración , para
constatar que no es lo mismo la realidad que
la publicidad; para acompañar a quienes están
solos?
La Misión diocesana nos ha metido en la
escuela de Jesús, del discipulado. Hoy nos enseña a encarar las tentaciones.