Hijos pródigos
Jesús fue un admirable contador
de parábolas. Algunas se han hecho tan universales que todo el mundo las conoce. Es el caso de la
parábola del Hijo pródigo.
Es importante hacer la composición de lugar, ver lo que motiva
la parábola y los destinatarios: La
parábola se introduce con estas
palabras: «Solían acercarse a Jesús
los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas
murmuraban entre ellos: “Ése acoge
a los pecadores y come con ellos”. Entonces Jesús les dijo esta parábola...»
(Lc 15, 1-2)
El padre de la parábola tenía dos hijos. El menor era un pendón de
taberna; el mayor, un pendón de
procesión. Un día, el menor, dando
un portazo, se largó de casa, no sin
antes llevarse su parte de la herencia. Quería vivir su vida. Pensaba
seguramente que la sombra del padre era un obstáculo a su realización humana. Entró así en una loca
carrera consumista. Sin referentes
de sentido, sin otra norma que las
apetencias inmediatas, la tiranía de
sus propios deseos le convirtió en
un potro desbocado.
“Mientras seas rico tendrás muchos amigos”, decían los clásicos
latinos. En poco tiempo dilapidó
la herencia. Y ahí está ahora solo,
curvado sobre sí mismo, insatisfecho en medio de las cosas, sin siquiera tener acceso a la ración de
droga diaria que le dejaba cada vez
más vacío. Cayó tan bajo que llegó a
sentir envidia de los cerdos que hozaban en la falda del monte. Viajero solitario de
un camino sin meta, en realidad no
sólo huía del padre que le resulta
molesto y exigente, huía también de
sí mismo. Ni las cosas por las cosas,
ni la droga ni el sexo desprovisto de
amor llenaron nunca su ansia de felicidad.
El camino del retorno no fue
fácil. Los lazos de la pasión son
sutiles, y cuando se
descubren tienen el
grosor de una cadena. Sólo el reconocimiento de su vacío y
miseria fue principio
de gracia. El hambre
de ternura y cercanía
contribuyó a endulzar la amargura del
corazón. Y empezó a
recapacitar... Pero no
era fácil el regreso. El materialismo
embota la sensibilidad y oscurece la
vista. Volvió roto, como si viniera
del infierno, sólo con la esperanza
de ser acogido como un jornalero de la casa del padre. No podía
imaginar que el padre le había esperado, día tras día, con los brazos
abiertos y los ojos enrojecidos de
llanto y de ausencia.
El hijo mayor podría ser prototipo de los que hemos permanecido
en casa, juzgando tal vez el comportamiento del joven pródigo, pero
incapaces de descubrir qué clase de
padre tenemos.
Lo del hijo mayor es, si cabe, más triste y más difícil. No hay peor
ciego que el que el que no quiere
ver, ni peor enfermo que el que se
cree sano. Es la pura estampa de los
fariseos, que entendían de leyes y
tradiciones, pero tenían seco el corazón y, por eso, ni entendían a
Jesús, ni habían experimenta- do nunca la ternura del padre. Ley, culto y sacrificios,
sin amor, sólo sirven entonces para engordar la vanidad
y para la propia autojustificación.
El hijo mayor es el hombre
de la medida y la balanza, del cálculo y las cuentas.
Le molesta la vuelta del
hermano y le enfurece
la generosidad del padre. Cuando la fe se
vive sin alegría, más
como carga que
como gracia, se vive con mentalidad
de jornalero cumplidor y exigente,
no con conciencia de hijo o
de hermano.
En medio de los hermanos está
el padre. Los verbos que definen su
actuación no pueden ser más expresivos:
“Le vio venir de lejos”, “se
:: A LA LUZ DE LA PALABRA
conmovieron sus entrañas”, “echó a
correr”, “se le echó al cuello”, “se lo
comía a besos”, “celebremos un banquete”,... “hijo, todo lo mío es tuyo”.
Buena ocasión la cuaresma para que unos y otros, porque todos que- damos retratados en la parábola,
descubramos tanto la miseria del
que se va, como la mezquindad del
que se queda. Pero sobre todo, para
que experimentemos que el Padre
Dios tiene entrañas vulnerables, ca- paces de romperse de amor.
Buena ocasión la cuaresma para preparar, unos y otros, la experiencia del retorno. El retorno es una
experiencia pascual, como un paso
de la muerte a la vida: “Porque este hermano tuyo estaba muerto y ha
vuelto a la vida, estaba perdido y lo
hemos encontrado”.
El sacramento de la penitencia
es costoso. Empieza por reconocerse uno como es, levantarse, ponerse en camino, reconocer su culpa
sin maquillajes ni caretas. Lo que
sigue es una lluvia de besos. El sacramento acaba siempre en fiesta,
porque Dios es amor. A la hora de
la verdad, el verdadero personaje
de la parábola, el mejor definido, es
el padre, nuestro Padre Dios, cuyas
entrañas sólo Jesús conocía de verdad. Por eso le salió tan redonda la
parábola.