Comenzamos un tiempo novedoso
para toda la Iglesia, la
cuaresma.
Todos los años, cuando se acerca
este tiempo tan bonito, bien entendido,
me pregunto qué he cambiado
con respecto al año anterior. No pocas
veces me doy cuenta de que no
han cambiado tantas cosas como me
hubiera gustado. Pero esta es mi realidad,
como la de cualquier discípulo
de Jesús, que quiere seguirlo con las
circunstancias que le toca vivir, por lo
que te das cuenta que somos personas
en camino que andamos un paso hacia
adelante y otras retrocedemos dos,
es decir, somos discípulos en continua
conversión.
Siempre tengo presente
este versículo
del profeta Joel,
que leeremos el
miércoles de
ceniza: “Rasgad
los corazones,
no las vestiduras”. Este es el reto de la cuaresma
y de la vida de un discípulo.
La cuaresma nos hace una llamada
a mirar en nuestro interior y preguntarnos
por qué no se nos rompe el corazón
ante tanta falta de autenticidad
en nuestra fe, en nuestra forma de ser
y en nuestras obras. Nos movemos
por impresiones o impactos que sacuden
nuestra vida, pero poco a poco
se esfuman como la gaseosa cuando
destapas una botella.
Este año dedicado a la misericordia,
os invito a vivir la cuaresma de
forma distinta. La misericordia del
corazón nos puede humanizar y divinizar
a la vez.
Necesitamos la misericordia de
Dios Padre, para que nos levante de
nuestras caídas cotidianas, nos ayude
a salir de nuestras mentiras, de
nuestras faltas de fe, de nuestras
inconstancias y faltas de compromiso,
de nuestras ausencias
en nuestra comunidad cristiana
y de la sociedad en la que deberíamos
ser verdaderos profetas
de nuestro tiempo que anuncien
el evangelio con alegría y avalado
con nuestro modo de vida, pero a
la vez tenemos que ser profetas que
denuncien las injusticias de nuestro
tiempo, nuestras incoherencias de
vida. Es más fácil rasgarnos las vestiduras
que rasgarnos el corazón.
La conversión verdadera
empieza en el corazón
y solo habrá
cambio verdadero
cuando al
corazón le duele
lo que está sucediendo. ¿Le duele algo
a nuestro corazón?
La Iglesia desde hace siglos aconseja
en este tiempo la oración, el
ayuno y la limosna. La oración es la
escucha de la Palabra de Dios, que
deberíamos dejarle que recorriera
por nuestro corazón y dejara palabras
impresas en él como: perdona,
confía, ama, da una oportunidad, vive
auténticamente... El ayuno no es para
aprovechar y adelgazar, sino que es el
momento para dejar de mentir, de explotar
a los demás, de utilizar malas
artes para conseguir tus propósitos,
de responsabilizarte de tus actos, de
quitar tus dependencias y esclavitudes...
Y la limosna no es dar de lo que
te sobra y calmar tu conciencia, se trata
de compartir. La limosna creyente
debe ser el compromiso por transformar
nuestro entorno tan consumista
y deshumanizante, que hace que unos
tengan todo y sean unos insatisfechos
y otros vivan de las sobras.
Que esta cuaresma no sea como la
del año anterior. Que esta cuaresma
nos saque de nuestros sepulcros blanqueados
y nos lleve a la vida plena.