Mis queridos hermanos de la Diócesis de Albacete.
Semana tras semana, os he escrito
comentando el evangelio del domingo en estas páginas de la “Hoja Dominical”. Hoy,
después de casi doce años entre vosotros, cuando se acerca la hora de deciros “Adiós”,
me resulta más difícil que nunca escribiros.
Quiero expresaros mi profundo agradecimiento
a todos: A los hermanos sacerdotes, que, como colaboradores más inmediatos,
habéis hecho más llevadero mi ministerio episcopal; a los consagrados y
consagradas, de quienes he recibido admirables lecciones de gratuidad, de
entrega y de fidelidad; a los numerosos cristianos y cristianas laicos, que no
habéis escatimado generosidad a la hora de arrimar el hombro en la liturgia, en
la catequesis, en la acción caritativa y social o en el campo de la enseñanza,
haciendo presente a la Iglesia en el medio del mundo, en la vida ordinaria. Los
logros pastorales que haya habido son fruto del esfuerzo y generosidad de
todos. Agradezco, de manera especial, las numerosas muestras de cariño y los
delicados detalles recibidos en estos últimos días, desde que se hizo pública
la aceptación de mi renuncia por parte del Santo Padre.
¡Gracias!
Soy consciente, también, de que los
logros se han quedado más cortos que las aspiraciones, que en mi cuenta el
“debe” es mucho más abultado que el “haber”. Os pido perdón a todos, especialmente
a quienes no haya prestado la atención debida o haya defraudado por acciones u
omisiones. Espero que me juzguéis con más misericordia que justicia. Así lo
espero también del Señor, que nos supera infinitamente en bondad.
He querido y seguiré queriendo con
toda mi alma a esta Iglesia y a sus fieles, como me he sentido querido por tantos
de vosotros. Doy gracias a Dios por haberos conocido; por haber trabajado junto
a vosotros en esta Iglesia de Albacete; por todo lo recibido, que es, sin duda,
mucho más de lo que he dado; por haberme sentido entre vosotros “en familia”. Dios
sabe que no he ambicionado bienes materiales, que no he bus cado honras ni honores.
En cambio, me llevo una riqueza que no cambiaría por todo el oro del mundo: el
corazón lleno de nombres, de vuestros nombres. Y llevaré como mi título más
honroso el de Obispo Emérito de Albacete. Como llevaré siempre conmigo, grabada
en la retina del alma, la imagen de Nuestra Señora de los Llanos, de quien he recibido
tantos favores.
En estos días, pensando en mi futuro
inmediato, he recordado muchas veces los versos de san Juan de la Cruz: “ya no guardo
ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio”. Quiera
Dios que sea verdad lo del amar. Pero, mientras tenga salud y fuerzas, seguiré
trabajando al servicio del Evangelio en todo lo que me sea posible. Después de
recibir tanto del Señor y de la Iglesia, cómo no emplear todo lo que uno es y
tiene en su servicio.
Permitidme que mis últimas palabras
las tome, salvadas las distancias, de San Pablo: “Doy gracias a mi Dios cada vez
que os menciono; siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría, por la
parte que habéis tenido en la obra del Evangelio desde mi primer día entre vosotros
hasta hoy. Esta es mi confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa
buena, la llevará a término... Esto que siento por vosotros está plenamente justificado:
os llevo dentro... Testigo me es Dios de lo entrañablemente que os quiero, en
Cristo Jesús. Y esta es mi oración: que vuestra comunidad de amor siga creciendo
más y más en penetración y en sensibilidad, para apreciar los valores” (Flp. 1).
Espero que nos sigamos viendo alguna
vez. Rezad por mí. Y rezad por D. Ángel, vuestro nuevo Obispo, que es, y lo será
en Albacete, un excelente Pastor. Acogedle con la misma generosidad con que me acogisteis a mí.
¡Gracias!
¡Gracias!