domingo, 3 de diciembre de 2017

La palabra de ... Mons. Ciriaco Benavente

Soñar despiertos y en traje de faena
Los cristianos podemos desearnos hoy un “buen año nuevo”. Comenzamos, con el primer domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico. El Adviento es tiempo de espera en el Señor que vino, que vendrá, que viene. Los textos litúrgicos nos ayudan a vivir este tiempo de gracia:
Isaías, un antiguo profeta, en un momento en que el pueblo, vuelto del destierro, se en­cuentra con enormes dificultades para recons­truir su nación, grita al Señor con una preciosa oración: “Ojalá rasgases el cielo y descendieses”.
Y el evangelista Marcos nos sacude con fuerza para hacernos despertar: “Estad aten­tos, vigilad, pues no sabéis cuándo vendrá el se­ñor de la casa, si al atardecer, o a media noche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormi­dos»”.
La concepción de “la vida como un sue­ño” es tan antigua que parece engastada en la experiencia misma de la humanidad. Está presente en el pensamiento hindú, en la moral budista, en la tradición judeo-cristiana y en la filosofía griega. Según Platón, el hombre vive como en un mundo de sueños y tinieblas, cau­tivo en una caverna de la que sólo la tendencia hacia el bien podrá liberarle. Y nuestro Cal­derón de la Barca compuso en el siglo XVII un drama admirable con el título de “La vida es sueño”, en que Segismundo, el protagonista, vive en una cárcel, sumido en la más completa oscuridad por el desconocimiento de sí mis­mo. Sólo cuando es capaz de saber quién es, consigue la luz y el triunfo.
Los sueños, aunque sean proyecciones de­formadas de realidades reprimidas en el subconsciente, son irreales. Podemos soñar que estamos en el mejor de los mundos, que lo te­nemos todo, y despertarnos con las manos va­cías. Podemos soñar despiertos, pero sumidos en el autoengaño, y eso es alienación. O pode­mos “soñar despiertos” y en traje de faena, que es el vestido de los que esperan de manera ac­tiva en un mundo mejor. Recuerdo que, en un estudio hecho hace años en Chicago, los ame­ricanos pensaban que sus vehículos, los más potentes y veloces del mundo, les daban liber­tad, les permitían ahorrar tiempo. El estudio probaba que, entre lo que suponía la compra del vehículo, los carburantes, los talleres me­cánicos, los seguros y los aparcamientos, casi la mitad de la renta del trabajo del americano medio estaba en función del mantenimiento del vehículo, que, a veces, para más “inri”, no lograba desplazarse, debido a los atascos, a más velocidad que los viejos coches de caba­llos.
Cuando la realidad se confunde con la pu­blicidad, o cuando vivimos en un sueño inducido por un contexto cultural que nos confi­gura a merced de los intereses de la ideología de turno, podemos sentirnos tan bien que ni siquiera nos percatemos de que estamos mu­riendo espiritualmente.
Hay sustancias que inducen y ayudan a conciliar el sueño. Son los somníferos, tan bien conocidos por una generación como la nuestra, enferma de insomnio. Algunos som­níferos crean hábito, dependencia. Alguien los comparaba al vampiro, que, según se creía, atacaba a las personas mientras dormían y, a la vez que les chupaba la sangre, les inyectaba una sustancia soporífera que les hacía experi­mentar de un modo más dulce el dormir.
Se nos ha hecho creer que, por ser libres, todo nos está permitido, que podemos incluso modelar la realidad a nuestro gusto y medida, sin tener que dar cuenta a nada ni a nadie, como dueños absolutos del bien y del mal; pero nuestra libertad es de creatu­ras, no de creadores, y ésta, si no res­ponde a la verdad del hombre, puede volverse contra él, como cuando violentamos las leyes de la naturaleza, que, con no poca fre­cuencia, se vuelven contra el hombre.
El inmanentismo de nuestra cultura y el hecho de que la venida del “Due­ño” se demore, podría dar lugar a que el “largo me lo fiais” nos acostumbrara de tal manera a vivir en la inmediatez que acabáramos cegando los horizontes de es­peranza y trascendencia que dan real sentido a la vida. La única salvación, entonces, ven­dría de alguien que nos sacudiera con fuerza, haciéndonos despertar del sueño.
Eso es lo que pretende el grito que tan reite­radamente resonará en la liturgia del Advien­to: “¡Estad en vela!”. El velar, en el Evangelio, va unido siempre a la oración: “Velad y orad”.
Seguramente Marcos, que fue colabora­dor de Pedro, recordaba, al hacer referencia al canto del gallo, lo que aquél le contó, y cómo, por no haber sabido velar, negó por tres veces a su Maestro en la noche de la pasión.
Hay que soñar despiertos en un mundo nuevo, en una nueva humanidad. Para ello, necesitamos acoger al que viene, al que trae la novedad de una salvación plena en cada Navi­dad. ¡Buen Adviento!