Queridas
familias:
El domingo
que sigue a la Navidad, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Recordamos
y celebramos que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso nacer y crecer en
una familia, la humilde familia de Nazaret. Contemplamos a ésta, además, en ese
momento, el más entrañable y feliz para cualquier familia, en que es visitada
por el nacimiento del primer hijo.
Con este
motivo, os escribo a las familias. Lo hago al dictado de la emoción y el
cariño, de la gratitud por haber nacido y crecido yo también en una familia,
del deseo de proclamar y reafirmar la dignidad y belleza de la familia.
Dejadme que,
antes de nada, os felicite de todo corazón a quienes tenéis la suerte de vivir
la experiencia de una vida familiar gozosa. ¡Dichosos quienes, un día, os
comprometisteis a vivir un compromiso de amor definitivo y lo seguís
manteniendo contra viento y marea! Se ha dicho que no es verdadero amante el
que no está dispuesto a amar para siempre. El amor es simultáneamente don de
Dios y tarea nuestra cotidiana.
En los tiempos
que corren, cuando me encuentro con familias que viven con tanta sencillez como
hondura su condición, me parece un pequeño milagro de la gracia de Dios. Ahí
florecen contra viento y marea aquellos valores que no pueden comprarse con
dinero: el amor, la gratuidad, el compartir, el perdón, la fidelidad sin
límites. Son valores amenazados por el mundo implacable de los intereses o por
la superficialidad de unos sentimientos que pueden acabar convirtiendo al otro
en objeto de uso y, a veces, también de abuso. Las familias podéis y debéis ser
la alternativa que saque a esta sociedad nuestra de ese atasco de fracaso y
desaliento en que con frecuencia nos movemos. Hay salidas que, como dice una
experta en estos temas, por solucionar un problema, originan cien.
Que la
familia de Nazaret sea como una inyección de fuerza y de luz, cuando tantos no llegan
a descubrir ni a valorar la razón de ser de la familia, su sentido y su belleza
secreta o manifiesta. Cuántos se quedan en la anécdota de sus limitaciones, en
las dificultades de la convivencia, en sus frecuentes fracasos. Habría que
apelar a la honestidad para que no se utilicen como punto de comparación sólo
los fracasos. El arte se enseña mostrando las obras más logradas.
Tengo sumo
respeto para aquellas rupturas que quizá se hicieron inevitables. Nunca juzgaré
de su desenlace. Pero estoy convencido de que, para desestructurar una
sociedad, nada hay tan directo como desestructurar la familia y vaciar de
contenido los valores hondos que la sustentan y en ella se transmiten.
La familia
es la pieza clave de la estructura social; punto de encuentro, lugar
privilegiado donde el amor germina y crece. Un niño sin familia, se perdería en
el camino hacia la madurez, el anciano sucumbiría a la soledad; sin la familia
la sociedad se moriría de frío o de sequedad, acabaría ensombrecido el ya
difícil camino de la convivencia.
Desde el
respeto leal a quienes no comparten nuestra fe, doy gracias a Dios hoy porque
sois muchos todavía los que, iluminados los ojos de corazón, habéis descubierto
en la familia una presencia y un sentido más hondo y envolvente: habéis
atisbado un reflejo, un eco, un icono del Dios trino, que en sí mismo es
familia, relación, don, comunión substancial de amor: "A imagen suya los
creó; hombre y mujer los creó", leemos en la Biblia. Habéis descubierto su
carácter de sacramento de gracia: signo visible del amor invisible de Cristo
por la humanidad. Habéis encontrado el cuenco ideal donde acoger el agua de la
Palabra y de la fe y darla a beber a los hijos, el remanso donde uno se siente
amado por sí mismo y, por eso, donde aprende a conocer y amar al Padre Dios y a
los hermanos; el rincón donde la fe se hace fuerte antes de echarse a la vida.
¡Enhorabuena
a todos los que, a semejanza de la familia de Nazaret, padres e hijos, sois o
intentáis ser una comunidad de vida y de amor, que eso es la familia!