Los días se alargan. Da gusto ver
como las calles poco a poco se
van poblando de gente. Las temperaturas
suben y se puede estar en la
calle más horas. Es tiempo de verano
y la fisonomía de los pueblos cambia
por completo.
Niños por las calles jugando, bicicletas
de aquí para allá, sillas en corro
tomando el fresco... Es la vida de
nuestros pueblos. Las fachadas de las
casas se preparan para las fiestas, limpiezas
de arriba abajo para recibir a
los de lejos. Todo huele a familia.
Mientras las parroquias de la ciudad
tienen una inusitada calma,
nuestros pueblos
viven con intensidad
estos meses
veraniegos.
Bodas, bautizos...
es
ahora
cuando
la familia
se reúne y lo hace también entorno
al patrón o la fiesta.
Y la comunidad cristiana recibe,
acoge, invita... es ocasión para vivir la
fe en tiempo de descanso y recordar
que la Iglesia no cierra por vacaciones.
Tiempo para proclamar el rostro
de Dios y poner en práctica las obras
de misericordia.
Durante el verano tenemos espacios
para visitar a los enfermos, pasar
ratos con nuestros mayores, escuchar
sus historias y hacerles sentirse queridos.
No falta en esta época en el pueblo
la visita al campo santo donde están
nuestras raíces y la gente a la que
debemos lo que somos. Allí no falta la
plegaria y la oración ni la misa ofrecida
por nuestros familiares y amigos.
En los pueblos se vive la misericordia,
se abren las puertas de par
en par para acoger a los que viene de
fuera, grupos de Cáritas y parroquias
que ayudan a temporeros. Y el agua
que refresca a los niños y jóvenes
cansados
de jugar, correr y hacer deporte. No
importa la casa: hoy aquí, mañana en
casa de la abuela.
Y es tiempo de perdonar, de olvidar
heridas. Volver a saludar, a recobrar
la mirada. A preguntar por la
familia. No es bueno que se enquisten
las distancias. Es bueno tender puentes
y renovar los encuentros. Es el
tiempo de la misericordia.