Buscar y escuchar preguntas
Casi siempre
las buenas noticias
nos llegan a través de otros. Otros,
que, antes, han tenido la
suerte de conocerlas y se ha
enganchado tanto que las va contagiando. “He visto
tal película, ¡una maravilla!, no dejes
de verla”. Es una propaganda que, por llevar
el sello de una experiencia personal, resulta más eficaz que todos los anuncios. Algo parecido sucede cuando
un enfermo cuenta las maravillas curativas de determinado médico. No existe mejor publicidad.
Juan
y Andrés
eran dos jóvenes
y animosos discípulos de Juan el Bautista. Un buen día, el
Bautista, señalando a Jesús que pasaba por allí,
les dijo: “Este es el cordero de Dios”.
Para cualquier buen judío, familiarizado con
la tradición bíblica, aquellas
palabras eran portadoras de un hondo significado.
“Los dos discípulos comprendieron aquellas palabras y empezaron
a caminar tras Jesús.
Él, viendo que le seguían, se volvió y les dijo:
¿Qué buscáis?”. Son las primeras palabras de Jesús en el Evangelio
de Juan. Una pregunta que nos
sigue dirigiendo hoy a cada uno: ¿Qué buscas?,
¿qué sentidos estás dando a tu vida? Hay una línea divisoria, que Jesús nunca pasa si no
es invitado. Hay que responder desde dentro, salir al encuentro de esa voz que
nos interroga y nos llama, hasta
descubrirlo con nuestros propios ojos, hasta llegar a la
experiencia del encuentro con él. Ver y, luego,
conocer.
“Maestro, ¿dónde vives?”, le preguntaron. Y Jesús —Venid
y lo veréis... Los discípulos oyeron sus palabras y le siguieron”. La primera condición para la génesis o la
profundización en la fe es la de buscar, escuchar
las preguntas a veces no formuladas que llevamos en el corazón. “La duda que es la condición
para que avance la ciencia”, decía el gran Descartes. Preguntarse es condición para avanzar en la fe.
Así empezó la
aventura de Juan y de Andrés. Unos hombres, libremente, habían empezado a
responder que sí.
“Fueron, vieron... y se quedaron
con Él. Serían como las cuatro de la tarde”. Dejaron a Juan el Bautista, que era sólo la espera
y la promesa, porque habían
encontrado al que era
el camino, la verdad y la vida. Entonces empezaron a percatarse de que todo
cambiaba. Pareciera que fueran
ellos quienes buscaban
a Jesús, y ahora descubren que era Él quien los buscaba. Bastó abrir la
puerta para que Él entrara en su corazón, para que todo recobrara un nuevo
sentido, desde la alegría a la cruz. Uno recuerda
aquel texto del Apocalipsis: “Estoy a la puerta
y llamo; si alguno me abre entraré y cenaré con él… y le daré un
nombre nuevo”: Son expresiones que hablan de intimidad
compartida, de una nueva personalidad.
Juan
el
evangelista era uno de los dos que siguieron a Jesús. Cuando, muchos años después, nos lo cuente, recordará todavía la
hora exacta, como se recuerda el inicio de un primer amor. ¿Qué se dijeron aquella tarde? Seguro que ellos le contaron a Jesús su vida, sus deseos, sus búsquedas, sus aspiraciones. ¿Qué les diría Jesús?
“Andrés, el otro que siguió
a Jesús, encontró
después a su hermano Simón y
le dijo: —Hemos encontrado al Mesías, al Cristo”. Era inevitable, aunque quisiera
no podía guardar sólo para él la experiencia que le había hecho feliz. El buen
olor se expande. No se puede callar por mucho tiempo la alegría.
La dicen los ojos, la gritan los labios, la irradia la vida. Ha descubierto lo
que su pueblo venía soñando y esperando desde siglos, lo que era la aspiración secreta de su corazón joven, la búsqueda de felicidad y
plenitud que, sin darse cuenta, siempre había perseguido.
¡Cuánto nos enseña
este episodio evangélico para nuestro segundo año de la Misión Diocesana! El
evangelio se transmite de boca a boca, de corazón a corazón por aquellos que
han tenido la suerte de encontrarse con Jesús. Así actúa una Iglesia que es misionera. Pero, para eso, hay que haber
tenido antes, como Juan y Andrés, la experiencia de un encuentro que llene de
sentido y plenitud la propia vida.